El día que decidí amarla

No recuerdo el día en el que decidí que quería aprender a amarla más que a nadie. A veces pienso que tardé bastante, pero supongo que -como todo pasa como tiene que pasar y cuando tiene que pasar- lo habré decidido en el momento adecuado.

Desde entonces, contemplo diariamente sus cicatrices, externas e internas. Ya me he aprendido de memoria esa que tanto odia y que intenta esconder, sin éxito, con las tiras de los sujetadores; reconozco las estrías que se asoman tímidas por la ropa interior y bajan unos centímetros en vertical por los muslos; y sé dónde tiene esos pelos rebeldes que salen donde no le gusta.

Sé que tiene épocas en las que sus hormonas vuelven a ser las de una adolescente y le salen granos como si tuviera 13 años menos; que engorda con cierta facilidad cuando come chocolates y dulces (o sea, siempre); que adelgazaba en épocas de mucho estrés; y que se avergüenza de caminar en bikini aunque sabe que tiene un cuerpo precioso.

La mujer que decidí amar tiene un corazón enorme, una sonrisa hermosa y una energía arrolladora. No es perfecta, claro, pero por eso me gusta. Es tan buena que es ingenua, a veces insegura y terca hasta la muerte. Le encanta escuchar a la gente, pero en realidad es bastante solitaria. Ama bailar, pero no le gustan las multitudes. Es muy vergonzosa, pero lo disimula bastante bien ante las cámaras. Tiene unos ojos que no saben mentir, dice que tiene un pelo disidente, está en proceso de superar medir menos de 1.70cm, abraza árboles delante de gente que se ríe y le hace fotos, le importan cada vez menos pepinos lo que la gente diga de ella y hace deporte por salud mental.

No le gusta que su pelo huela a pelo, ni que la boca huela a boca. Ama los perfumes, su vicio es el chicle, se lava dos veces las manos después de entrar al baño, mira las sábanas antes de acostarse, le tiene fobia a las cucarachas y le da rabia que la gente mate los mosquitos.

La mujer que intento amar tiene alma de revolucionaria, como a los perros no ama a nadie, le tiene miedo al miedo, le gusta dar lo mejor de sí pero se exige mucho (más de la cuenta) y le cuesta soltar. Es valiente, muy sensible y odia llorar. Puede estar rota y no pide ayuda. De hecho, hace todo lo contrario: se encierra en su caparazón, como las tortugas, cuando se siente vulnerable. Eso sí: ella hace suyos los problemas ajenos y por ellos sí se permite sufrir.

Es rara, lo sé, pero eso es lo que la hace especial. Por eso quiero aprender a amarla en sus momentos de lucidez y -sobre todo- de oscuridad. Quiero amar sus manías, su energía inagotable, sus flaquezas, su confianza en la humanidad, sus incoherencias, sus granos, sus densas reflexiones, sus pelos rebeldes, sus arrugas, sus esperanzas, sus estrías, sus kilos de más (o de menos), su miedo, su energía inagotable…

Quiero aprender a amarla lo mejor que pueda porque estoy segura que NADIE la amará más y mejor que yo y porque ella es al fin y al cabo la que da todo por mí. Ella es mi peor, mi mejor, mi único, mi verdadero YO.

Una respuesta a «El día que decidí amarla»

  1. Fiti. Que excelente retrato de ti y seguro de toda la humanidad.No nos amamos y el resultado de la infelicidad nos invade. Te quiero y te felicito. Escribes con una realidad que lo transporta a uno a todas tus palabras. TE QUIERO POR SIEMPRE

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