
Soy comunicadora por pasión, soñadora por convicción y escritora por placer. Tengo una mente inquieta y una curiosidad insaciable.
A los 17 años supe qué era la separación familiar y a los 23 me convertí en migrante.
Entré a España abrazándome a mí misma y no pude abrirle los brazos a la vida que me esperaba hasta muchos años más tarde.
Ahora he comprendido que migrar no es sólo irse de casa –una nunca se va del todo– y me siento de allí, de aquí, de todas partes y de ninguna.
Aunque la gente diga lo contrario, hablar siempre se me ha dado mal: me tiembla la voz, no siento las piernas y me quedo sin aire. Escribiendo, en cambio, me siento a salvo, me siento fuerte. Las letras, por eso, –aunque también han sido grito y tempestad– son abrigo, nido, trampolín.