Miércoles, marzo 25 de 2020
Las niñas me despiertan a las 5:30 a.m. Las llevo en brazos hasta la terraza, donde hacen pipí y popó, y sonrío porque veo que poco a poco aprenden. Vuelvo a la cama y miro el reloj, nos quedan cuarenta y cinco minutos de sueño.
Estos días, más que nunca, el tiempo que se tiene es una auténtica fortuna.
Cuando llega el momento, me levanto, me lavo la cara, hago el café y caliento el pan. Desayuno con Juan y cuando se hacen las ocho y él se ha ido, acompaño a las niñas a desayunar. No sé quién disfruta más: si ellas o yo. Es un placer verlas disfrutar.
Me lavo dientes, me ducho, tiendo la cama y saco el ordenador. La ventana cerrada sigue cerrada. Dentro ya hace suficiente frío. Busco en internet las noticias del COVID-19 y encuentro esto: Ha muerto en su casa una médico de 59 años en Salamanca. Según los medios de comunicación, trabajaba en un centro de salud.
Se me encarama el miedo al hombro y lloro en posición fetal en la cama.
Podría haber sido mamá… o papá.
¿Cuántos animales estaremos tristes ahora?, me pregunto. La respuesta que imagino es desoladora.
El dolor de un adiós nunca dicho se esparce por el cuerpo como un virus y se aferra y se hospeda durante años en la garganta, el pecho, el vientre… Al principio todo escuece. Luego el dolor se va haciendo selectivo y escaso, pero no se va… nunca se va.
Me gusta imaginar que las miles y miles de personas que están muriendo, se trasladan al infinito como las chispas del fuego cuando hace viento. De alguna forma que todavía no comprendo, esta imagen me devuelve un poco el aire.
Anoche justo antes de dormir he visto esta ilustración de María Hesse:
Al verla, pensé: He sostenido en mis manos / tu-mi-nuestra muerte / y ha crecido un jardín / en nuestras ganas de vivir.
Hoy no puedo sostener la muerte en brazos, pero confío en que alguien más lo haga por mí.
Hoy, más que nunca, sé que debemos aprender a compartir el dolor y la gloria.
Mañana más.