«Derecha, izquierda, derecha, izquierda»…
El movimiento del remo en manos de aquel pescador ya era automático. Avanzaba feliz por un río claro y tranquilo. El sol otra vez comenzaba a decir adiós desde el horizonte pero el viento soplaba cada vez más fuerte. Sospechoso.
A lo lejos estaba ella intentando con dificultad ir más despacio. Recorría con velocidad -sin entender cómo- un río diferente, más claro, menos denso, nada caprichoso.
– ¿Qué pasa?, se preguntó asombrada.
El viento no respondió. El río tampoco.
Él la vio y ella a él. (¿Es eso destino?). Sin embargo, hablar no pudieron y saludarse tampoco. Sus canoas chocaron y al agua cayeron.
El sol se escondió y los dejó acompañándose en soledad y mirándose a oscuras. A él lo esperaban en casa. A ella no. Siguieron ahí sin saber qué hacer, deseándose, pero queriéndose libres. El agua -helada y traviesa- los unía y separaba con un suave vaivén… duró lo «suficiente».
– «Pescador, recupere su equilibrio», pensó ella cuando lo vio alejarse. Y entonces cogió su remo y cambió de rumbo.
Caro! Te encontré en estas palabras, te mando un abrazo muy grande.
Ana, qué hermosa. Te mando un abrazo aún más grande. Espero verte pronto, o al menos hablar contigo.