Ahí, a la izquierda, está «mi vieja» de pelo blanco con sus aretas, sus labios pintados y seguramente uno de los tantos perfumes que guarda en el closet. A su lado está sentada mi «otra vieja», como siempre sin maquillaje, sin nada que tenga olores artificiales y con el pelo recogido con dos pinzas.
El reloj de la primera -que esconde una zona de piel blanca, casi virgen del sol- marca siete horas menos y el movimiento de sus dedos pulgares, que se rozan continua y pausadamente siempre que está sentada, ha quedado congelado en la fotografía. ¿Qué o quién habrá podido sacarle esa sonrisa?, ¿me permitirá la vida volver a reír con ella alguna vez?, ¿podré coger otra vez sus manos, suaves, acolchonadas y tocar esa espalda dura como piedra?, ¿quedará tiempo para hacer juntas María Luisa?, ¿podré acostarme a leer en su cama y a mirar de reojo cómo hace crucigramas con gafas y lupa?
La segunda, afortunadamente, no necesita de lo segundo. Todavía devora crucigramas, sudokus, libros, películas de 2.500 pesos, funciones enteras de ballet tan sólo con sus gafas … ¿Qué le pasará por la cabeza a esta mujer, además de un «fotos a mí no»?, ¿extrañará, como yo, las tardes de té inglés con tostadas de canela y azúcar o queso y mayonesa?, ¿podré volver a disfrutar y aprender de sus opiniones sobre literatura, política, medio ambiente e historia?, ¿volveré a escucharla llamar a sus «niñas» (las guacamayas) para darles de comer de su mano?, ¿me permitirá la vida escuchar cómo conversa con Merlin, su «gato aristocrático» y Michín, su «gato gamín»?, ¿tendré tiempo para volver a sentarme en su piano, aun sabiendo que está escuchando lo mal que toco lo poco que sé.
Ellas, dos mujeres, dos mundos, dos amores.
– «¿Estás nostálgica?», me pregunta.
– «No, estoy viviendo», le respondo.
– «¿Viviendo?», inquiere extrañada.
– «Sí, siento gratitud por lo que fue, incertidumbre por lo que podrá ser, tristeza por «no estar», alegría por ser. ¿Acaso poder sentir no es vivir?»