Sentada en la esquina de su habitación y acompañada –como siempre- por el sonido de las voces de Caracol Radio, ahí está ella. La televisión está encendida pero al parecer no la está viendo. Tiene una aguja en cada mano. En la mesa de al lado hay 5 escarpines azul cielo. Los hizo ella.
Tiene el pelo corto y castaño claro –teñido, por supuesto-. Posee ojos cafés y una mirada noble. El izquierdo es más pequeño que el derecho. ¿El motivo? Una parálisis. Las cejas son finas, el mentón es cuadrado y los labios –también imperfectos con la parálisis- son gruesos. En su casa sólo la ve el hijo con el que vive desde hace unos años que se separó. Y aún así, ella está siempre arreglada. No le pueden faltar nunca ni las aretas ni el perfume –cualquiera que sea porque no sólo todos le gustan, sino que todos le “pegan”-.
Nació el 26 de diciembre de 1931. Se llama Lucía Restrepo. Es madre de cinco hijos y está separada hace más de veinticinco años. Se ve con su exmarido en todas las reuniones familiares y hasta le ofrece Coca-Cola, pero no más. “Antes mucho”, como diría el marido de su única hija. No le guarda rencor. No, ella no es ese tipo de mujeres. Lo respeta por ser el padre de sus hijos y “ya está”.
Hace dos años sus ojos han ido perdiendo visión. Sus casi ochenta años ya los sienten varias partes de su cuerpo. La espalda le duele, las piernas le pesan. Y ahí sigue de la mano de “María Auxiliadora”, su “amiga”, su “confidente”, levantándose todos los días con una actitud envidiablemente positiva. “¿Aburrida? Eso no se dice cariño”. Ella al menos no lo dice.
En el escritorio del salón de la biblioteca tiene un diccionario de español –cero práctico en cuanto al tamaño y al peso-, otro de sinónimos y varias lupas. Sin ellas, no podría hacer una de las cosas que más le gusta: crucigramas. Para ella no hay mejor regalo que un paquete de esos que venden en los semáforos. “Mijita si los ve por ahí me los compra yo se los pago”, le dice a su nieta mayor cuando la visita.
Todavía todos quienes la conocen se deleitan con el sabor de su María Luisa. A nadie le queda igual. Ni siquiera, haciéndola a su lado. Ella, siempre tan modesta, no entiende por qué pasa eso. “Será la mano”. Sí, debe ser eso, la mano. Y todavía uno que otro bebé de estrato bajo puede calentar sus piecitos con los escarpines que ella hace. Nadie sabe que es ella quien los cose. Nadie se imagina que una abuela de casi ochenta años –que por un ojo no ve y por el otro ve pero como si tuviera una tela porosa en frente- sea quien le entregue al Padre de la Parroquia –cada que tiene un “montoncito”- unos escarpines para que reparta a quienes los necesitan (que son muchos).
Ahora mismo la lana que se mueve entre sus dedos es azul cielo pero ha hecho escarpines amarillos, verdes y rosados. No hace tantos como hacía antes ni tantos como quisiera, pero hace. Después de tantos años, ha memorizado el número de filas. Trabaja en automático y aún así le cuesta. “A veces me equivoco y me toca desbaratar. Es difícil porque no veo bien”.- He contado hasta veinte, afirma mirando hacia la ventana y sin dejar de hacer movimientos con las agujas.
– ¿Vienen todos los días?, le pregunto
– Sí, varias veces al día.En un muro de diez centímetros que sobresale desde su ventana en la fachada del edificio –en un quinto piso- hay cinco “tórtolas” peleándose por el arroz que les ha echado. Alza el mentón, las mira, baja la mirada hacia las agujas, queda satisfecha con “lo que ve” y –nuevamente- se deja cautivar por el aleteo de la más fuerte y la poca perseverancia de aquellas débiles aves que se rinden y le dejan la comida a quien se cree “la mejor” entre todas.
– ¿Vienen todos los días?, le pregunto
– Sí, varias veces al día.En un muro de diez centímetros que sobresale desde su ventana en la fachada del edificio –en un quinto piso- hay cinco “tórtolas” peleándose por el arroz que les ha echado. Alza el mentón, las mira, baja la mirada hacia las agujas, queda satisfecha con “lo que ve” y –nuevamente- se deja cautivar por el aleteo de la más fuerte y la poca perseverancia de aquellas débiles aves que se rinden y le dejan la comida a quien se cree “la mejor” entre todas.
Se da cuenta que la televisión está encendida. La mira, la oye unos segundos. Continúa cosiendo. Trabaja así: primero hace los escarpines, luego corta unas cintas y pone éstas a la altura de donde quedaría el tobillo del bebé. Termina haciendo en la cinta un moñito. Y no cualquier moñito, no. Ha de quedar “bien hecho”, así tenga que repetirlo. Gira la cabeza, mira el “escarpín de turno” por todos los lados y –ya satisfecha- lo pone en la mesita del lado.
A las seis de la tarde, hora en la que debería estar sonando el himno de Colombia en Caracol Radio (como en todas las emisoras)- sólo se oye un ruido ensordecedor y continuo.- No hay señal. “No sé qué pasa. Pensé que era ese radio pero ya ensayé con uno de pilas y nada. Sólo funciona hasta las seis”.
– ¿Desde hace cuánto está así?
– Hace por lo menos una semana. Raro, ¿no?
– Mucho…Lo apaga con resignación y tristeza y le sube el volumen a la televisión. Ahora sí es la hora: noticias de las siete –“si es en televisión me gusta más RCN”- y luego las novelas ahí mismo: en el nueve según la programación de EPM (Empresas Públicas de Medellín).
– ¿Desde hace cuánto está así?
– Hace por lo menos una semana. Raro, ¿no?
– Mucho…Lo apaga con resignación y tristeza y le sube el volumen a la televisión. Ahora sí es la hora: noticias de las siete –“si es en televisión me gusta más RCN”- y luego las novelas ahí mismo: en el nueve según la programación de EPM (Empresas Públicas de Medellín).
Ya no hay cinco escarpines azul cielo, hay seis. El radio está apagado y desde ahí, desde la esquina de su habitación, está ella intentando ver lo que la televisión ahora proyecta.