– ¿Usted siempre es la primera en entrar?, le pregunto
– Sí, me dice.
– ¿Y a qué horas se levanta?
– A las tres. Todos los días a las tres.
– ¿Por dónde vive?
– Por el Sena de Pedregal, casi llegando al Picacho.
– ¿Cuántos buses le toca coger?, pregunto sin poder evitar el tono de asombro.
– Dos, dice con desconsuelo.
Son las cinco y cuarenta de la mañana de un jueves de Agosto. Zoraida Rivas hallegado a su trabajo. La temperatura es de dieciocho grados aproximadamente –nada mal para una madrugada en el barrio Santa María de los Ángeles, en El Poblado, Medellín -. A esa hora ya se ven unos cuantos caminantes –unos por gusto y otros porque así tenían que llegar al trabajo, como Zoraida-.
Esta señora, de unos sesenta años y 1.60 metros de estatura, tiene una nariz ancha y redonda en la punta y poco pelo en la cabeza – crespo y negro característico de su raza oscura- , y a diferencia de la mayoría tiene una boca pequeña. Sus ojos, también pequeños, son el reflejo de una mujer que ha luchado la vida y que aún sigue amándola, a pesar del acompasado desfallecimiento de su cuerpo.
Llega a la repostería “Las Tres”, con una camisa amarilla, un saco de lana azul claro, un pantalón de lino negro y unos zapatos negros. Lleva una bolsa de “El Euro” entre las manos, unos aretes redondos dorados y en el pelo se asoma una pequeña pinza al lado derecho.
– Ahí se puede sentar. (Me señala un banquito de madera ubicado entre una nevera naranjada y una mesa metálica donde amasan y preparan los productos). Yo me voy a ir a arreglar.
La cocina es enorme, la iluminan ocho lámparas de esas largas y de luz blanca, como las de los colegios. Al fondo hay un horno de casi dos metros de alto. Al lado izquierdo de éste, un lavaplatos y a la derecha un dispensador de toallas Familia para secarse las manos. Al lado derecho de la puerta hay una batidora con la que hacen el merengue de las milhojas, una mesa y una parrilla. Al lado izquierdo de la entrada se ubican tres neveras, una blanca, una roja y una naranjada. Entre la blanca y la naranjada está otra máquina: la que mezcla los ingredientes y prepara las masas. La mitad del salón la ocupan dos mesas metálicas y una máquina que podía doblarse, haciendo el papel de rodillo.
Tuve diez minutos para detallarme la cocina porque Zoraida se alistó rápido para empezar con la misma rutina de hace veinticuatro años. Su uniforme es totalmente blanco. Tiene una camisa, un pantalón, unos zapatos de tela, un gorro y un delantal con el logo de la empresa estampado en la mitad.
Entra, se lava las manos y se seca con una toalla de esas de Familia.
– Bueno, empezamos con las milhojas. Dice con una voz suave y dulce que le sale como desde el estómago.
Zoraida Rivas Se agacha y coge tres bandejas. Se supone que son grises –claro, son metálicas- pero el uso diario y el horno las tiene negras por debajo y manchadas de color ocre por encima.
De la nevera roja, saca unas masas.
– ¿Dejan las masas listas desde el día anterior? Le pregunto.
– Se tiene que dejar estirado ahí listico para llegar a hornear, responde.
Pone las diferentes masas en una de las mesas de la mitad y comienza a despegarlas y ubicarlas en las bandejas.
– Ésta (y señala un cerro) es para la milhoja mediana. La grande que metí es la grande, grande. Ésta (y señala otro cerro más pequeño) es la junior. La grandecita da diez y seis porciones. Esta mediana da ocho y ésta (señala la Junior) da cinco.
– ¡Qué calor! Exclamo.
– ¡Oiga! No está haciendo nada de calor. Dígame cuando uno prende el horno. ¡Huyyy! ¡Ahí sí hace calorcito!
Mientras habla llena con paciencia y a un ritmo regular una bandeja con veinticuatro porciones individuales de milhoja.
Son las 5:55 a.m. Tocan la puerta. Alguien entra, pero sigue derecho para el baño. Minutos después entra a la cocina una mujer más joven que Zoraida. Es de tez trigueña y rasgos fuertes. A diferencia de la primera no tiene aretes, pero eso sí, sus pestañas están pesadas por la gruesa capa de pestañina negra que tienen encima, y las cejas están perfectamente delineadas de color café oscuro.
Yasmín Gómez saluda y se agacha cerca de un balde azul que le llegaba a las rodillas. Con una taza pasa azúcar de ahí a un recipiente más pequeño. Cuando termina coge una caja de huevos y comienza a echarlos en otra vasija.
– ¿Tiene que echarlos todos? Le pregunto.
– Para un batido son dieciocho claras y catorce tazas de azúcar.
– ¿Un batido?
– Para la crema blanca de la milhoja. Para el merengue.
Después de haber echado los huevos en la vasija, comienza a separar las claras de las yemas. Lo hace con tanto profesionalismo que parece fácil. Ninguna de las yemas se parte, caen en el otro recipiente como un pez sumergiéndose en el agua. Es como si para las propias yemas fuera placentero caer una encima de la otra, como si ellas mismas estuvieran acostumbradas.
Pone el mezclador en la máquina y la prende. El sonido de la máquina prendida es rítmico.
– ¿Cuántos batidos hacen?
– Al día por ahí cinco o seis, dice mirándome de reojo.
– ¿Y cuánto se demora cada batido?
– Una hora y cuarto.
Mientras Zoraida llena otra bandeja con croissants, Yasmín llena una lista.
– ¿Qué apuntan ahí?
– Lo que se hornea para acá y para Manila (la otra sede del negocio).
– ¿Y a qué horas recogen lo que se va?
– A las 8:30 a.m.
– ¿En dónde venden más, acá o allá?
– Ya se están como emparejando. Pero hay veces que se vende mucho más acá.
Zoraida unta los croissants de mantequilla por encima. La cocina está impregnada por un agradable olor a leche, mantequilla, harina, azúcar, levadura, huevo batido; a pasta hojaldrada, a queso, a merengue, a vainilla, a sal, a humo dulce; a soledad, a cansancio, a fatiga, a amor por la cocina.
– «Tenemos que pintarlos así, barnizarlos para que no se asen resecos, me dice mientras sigue pintando los cruasanes con un cepillo blanco. Ya están listos para el horno», dice al terminar.
“Zora” hace los pasteles con un amor que se le ve en los ojos. Los trata como si fueran sus propios hijos. Esparce la mantequilla sobre los pasteles con la misma suavidad y ternura con la que una madre limpia la herida de su hijo travieso.
Lleva veinticuatro años trabajando en “Las Tres”. “Cuando yo llegué, hacía ocho meses habían empezado. Y ya me quedé”, recuerda Zoraida. Veinticuatro años atrás había decidido que iba a hornear milhojas, croissants, palitos de queso y panes hasta que su cuerpo se lo impidiera. Había tomado la decisión de que su sustento diario sería esa repostería que antes era de tres y ahora es de uno, como ella misma dice: “Se fueron las tres y quedó uno”.
Es extraño, ninguna de las dos se habla. Trabajaban en silencio, cada una concentrada en lo suyo. Hacen lo que tienen que hacer rápido y sin recesos de ninguna clase. Mientras una pone en una bandeja los palitos de queso, la otra pone en otra los croissants de pollo y de queso. Otras veces, mientras Zoraida “contempla” las masas, Yasmín se encarga de la crema inglesa de las milhojas.
– ¿Le adelanto cómo se hace la crema inglesa? Me pregunta después de un rato.
– ¿Para qué la hacen?
– Para la milhoja.
– ¿Siempre es usted la que la hace?
– La hacía la que salió pensionada el sábado.
En la cocina se escucha el sonido acompasado de la máquina del batido, la voz ronca del horno y las noticias de la emisora “Radio Paisa”. La grabadora es pequeña y está al lado de la máquina de las masas cubierta por una bolsa plástica que impide que la harina se le meta y les quite la única compañía que tienen todos los días desde las cinco y media de la mañana.
– ¿Usted no tiene clase hoy?, me pregunta Yasmín.
– Sí, a las 8:00.
– Ah ¿O sea que la recogen ahora?
– No, pedí permiso.
– ¿Cuántos hermanos tiene usted?
– Somos tres, yo soy la mayor, le respondo con una sonrisa que me fue devuelta.
Ella vuelve a lo suyo. Todas las conversaciones quedan empezadas. Cada pregunta la corta con una respuesta concisa que no da pie a preguntarle más.
– ¿Ustedes no hablan? Les pregunto cuando ya me iba a matar la curiosidad.
– A esta hora es uno corra para acá, corra para allá. Además estoy yo sola con Doña Zora. Cuando ya llegan las de las once uno ya se quiere es ir. Todos los aparatos prendidos, la una habla, la otra se ríe… responde Yasmín.
Son las 7:15 a.m. El nuevo dueño, aparece por un ventanal que da a la oficina, ubicado en la pared del lazo izquierdo, al lado de la nevera roja. Es un hombre de unos cincuenta años, 1.76 de estatura, poco pelo y voz ronca.
– Ahí le llegó visita, le dice en tono de chiste a Yasmín.
Después de eso no lo volví a ver ni a él ni a un señor joven –con una camisa color salmón, un chaleco de moto, gafas y un maletín- que había aparecido en la puerta contigua al ventanal segundos después de que Juan Gabriel saludara y me entregara un gorro como el de “Zora”.
Casi a las 7:30 a.m. ninguna de las dos ha probado bocado. Es extraño cómo sus cuerpos ya están acostumbrados a pasar hambre pues ninguna de las dos había desayunado, según ellas, porque a las tres o cuatro de la mañana no les “entra” nada.
– ¿Ustedes no desayunan?
– Cuando haya tiempo, dice Yasmín.
– Hay veces que no hay tiempo. Ya tenemos la barriga acostumbrada, agrega Zoraida.
– ¿Y el almuerzo?
– Allá en la nevera está el menú. Yasmín me lo señala.
“Jueves 13 – Auyama – Nancy”. Sencillo: El jueves 13 de Agosto, la encargada de hacer la sopa de Auyama era Nancy.
– Vea los guantes Zora, dice Yasmín.
– ¿Qué le falta a esto? La pasta no quedó como hojaldrada. Dice Zoraida preocupada.
Al final no supe qué le había pasado a la pasta.
Ha pasado media hora. El tiempo se va lento. Quizás a ellas no porque no paran de hacer cosas. Llevo parada desde las cinco y media de la mañana que había llegado y las piernas ya empiezan a pedirme una silla. Me paro primero en un pie y después en el otro. Y pienso cómo es posible que Zoraida, con sesenta años, es capaz de estar de pie todos los días de la semana, más de ocho horas seguidas, con o sin dolor.
Intento quedarme de pie para sentir por una vez en mi vida ese dolor en mis piernas, pero ellas no están acostumbradas. Incluso me alegro cuando no veo el banco en el que me había sentado por la mañana, mientras esperé a Zoraida, porque no tengo la tentación cerca. Sin embargo, termino sentándome en uno más pequeño situado debajo de las toallas Familia.
– ¿Ya está cansada? Me pregunta con una risita capciosa Yasmín.
– Me río y digo: ¡Y no son ni las 8:00!
– ¡Imagínese nosotros que a veces nos quedamos hasta doce horas aquí!, exclama“Doña Zora”.
– ¡Los domingos que es desde las 9:00 hasta las 19:00!, dice después.
– 19:30 porque el turno termina a las 17:15, ¡y mientras uno se organiza!, añade Yasmín.
– ¿No le duelen mucho los pies?, le pregunto a Zoraida.
– A mí ya me operaron de várices las dos piernas. Y soy operada de las manos de… Túnel…
– ¿Túnel qué? Le pregunta a Yasmín.
– Túnel de Carpo, dice,.
– Estoy que no doy más, dice Zoraida. Su mirada exhausta mira al vacío y después se centra en mí. Todos los días es uno aquí hágale a una cosa, hágale a la otra. Y Termina uno vea (y baja los hombros).
– Tiene los ojos rojos, no vaya a ser que se va a enfermar. Le dice Yasmín a Zoraida.
– Ayer me tapé de pies a cabeza toda la noche.
– Así está Jésica, ya está afónica.
– Escalofrío… Tuve que tomarme una pastilla, ni siquiera sé si me la podía tomar. Pero sí me mejoró un poquito, dice “Doña Zora”.
A las 8:30 a.m. llega el encargado de llevar las cosas a Manila. Es un hombre de piel trigueña, parecida a la de Yasmín, y lleva un chaleco negro de AKT.
– ¿No le caben las tres? Le pregunta Yasmín al señor que tiene en los brazos dos canastas llenas de pasteles y milhojas recién horneadas.
– Niega con la cabeza y le pregunta: ¿Ensayamos?
Finalmente sí cupieron.
Son casi las 10:00 a.m. Yasmín, para mi tranquilidad, aparece con una taza en la mano. Es un pocillo de Mini Mouse rosado. Coge uno de los panes que acababan de salir del horno de dos metros apoyado al final de la pared y comienza a comer. Es rápida.
– ¿Usted no toma café?, me pregunta.
– No, muchas gracias.
Yasmín sigue desayunando café con pan mientras “Doña Zora” trabaja con amor en la cocina de “Las Tres”. Quién sabe qué pasa por sus mentes mientras trabajan en silencio toda la mañana. Tal vez el agite y el agotamiento de los cuerpos- cansados de madrugar y estar de pie por horas- sumados con el dolor de un par de corazones quebrados por los golpes que da la vida, son los culpables de semejante afonía. Pero hay algo claro en medio de todo ese mutismo: el empuje y el amor por el fascinante olor a leche, mantequilla, harina, azúcar, levadura, huevo batido; a pasta hojaldrada, a queso, a merengue, a vainilla, a sal, a humo dulce…